Carlos Morales Falcón nos describe de una manera delicada la soledad, como si aún no descubriera si es agradable o no. Tiene la responsabilidad de ser portador de una desesperanza que entristece y te enoja. Lleva en su poesía la forma más sencilla de hacer pausas y de "hender la piel que se tiende anhelante entre las hojas". Es difícil encontrar un poemario bien armado. Carlos Morales Falcón lo ha logrado y lo demuestra con su madurez poética.
Movimiento
Solo esta tierra apisonada nos queda. Amplia y
despejada para el asombro,
la inquietud. Sin sombra marcescible agrandando, sin
cuerpo atormentado
que enrede o desate el viento escabroso. El cielo
claro avanzó lento sobre nuestros cuerpos
con toda la inclemencia que soportamos, sin hallar
consuelo. Con mis manos reuní la broza dispersa en el suelo descuidado, con
golpes y rasguños en el cuero de mis botas.
Ramas oscuras, hojas heridas, los cuerpos caídos con
pesar bajo el Sol implacable.
La opresión me condujo con cuidado, el ardor en la
piel de mis brazos.
El viento de la mañana hizo crecer intensa la hoguera
en la tierra oculta, y el humo se extendió flotando en la línea de los muros,
transparente. Callado y sin alivio, aguardando
a que pronto se consumiera. Chasquidos de ramas
quemadas crepitaban sobre las piedras
sorprendidas, se perdían al aire como una vida que
dejaba ir.
El aire aventó cascajos,
sedimentos oscuros a mi cuerpo agobiado,
fugaces espinas que me hacen
volver. El reflejo cercano del fuego intenso
adormecía mi rostro. La
vaharada ascendió larga y densa mas allá amoratando
las piedras asoleadas, la
tierra clara. Por un momento como una torre negra que cae
creció sordamente sobre mí
y cubrió el Sol, inestable. Bajo esta sombra precaria
el viento agitó los
matorrales que se mantenían aún en pie en un rumor desesperado
que confundí con tu voz.
No había nadie. Las ramas que se secaron doblándose
las consumió el fuego como
aquellos cuerpos entrelazados. Sin sombra creciendo
rumorosa, ni apoyo en
donde ladearme, consumo también mis señas, las penas
retenidas, deseos velados
como semillas en hojas secas que no podré enseñarte.
El humo se aleja
despejando la tierra, impetuoso arremete el fuego y el aire mareado
choca en mí también como
la culpa.
Con más viveza la llamarada se elevó en la mañana
insoportable. La lenta fragosidad en el viento. Ramas y hojas
dañadas se hundieron en esa pira
que ascendió con la estridencia del fuego, densos
resplandores rodeando la arena apilada.
Con el cuerpo atento recibía la exaltación, sintiendo
flotar las briznas encendidas
que viciaban el aire nítido. El humo brotó de
inmediato como agua delgada,
espejos líquidos rodando sus contornos sobre la tierra
sensible. Estambres oscuros
se agitan persistentes deseando alcanzarme,
oscureciendo mi frente junto a la lumbre.
Retengo la limpia consistencia de tu voz, el golpe
calmado de tus pasos en el polvo
como un gesto sencillo que ahora añoro, azorado. Y la
humedad crece en mí como un fuego invisible y mi cuerpo, sucio y frágil como un
rescoldo al aire turbio, ondeaba.
Vidrios acuosos de humo trizan y alteran la imagen de todo cuerpo que cubren
y abandonan, extenuado. Al lado mío la lenta humareda
sombrea
el muro de piedras gastadas. Detenido y soportando la
inquietud de reconocerme
recibo el ahogo. Nubes negras rozan mi frente sudorosa
y hollada de oscuras corrientes.
Mis manos cogieron las ramas caídas, hoscas cortezas,
ásperos frutos desprendidos
a la intemperie. Los reconocí lentamente, apenado de
encontrarlos dispersos en la tierra,
desnudos y agriando el color de sus cuerpos firmes
bajo el furor del Sol.
Aún el dolor no me abandona. Cabellos impetuosos del
follaje inflamado
vuelven a ondear sobre ellos clareando toda huella. Y
una brisa fresca despeja
y eriza mi cuerpo tenso, por un instante,
agotándome.
Hebras chamuscadas tocan mi piel
buscando descanso, la impureza que vuelve a mi frente
tentando la humedad imprevista. Inmóvil me dejo llevar
con agobio, como si temiera hender la piel que se
tiende anhelante
entre las hojas. Callado y observando la maleza crecer
en la tierra, toscos ramajes,
espigada y reseca florescencia que abatí entre mis
dedos. Todo lo reuní con arduo empeño,
el polvo acumulado, la corteza agrietada. Oscuro bajo
el calor vehemente y sin abrir los ojos
como si no quisieras escucharme y toda mi obstinación
es vana,
apenas residuos soleados que el viento dispersa. Quedo
al borde del fuego intolerable
que me intimida y casi busco, atormentado. Diminutos
granos ásperos y ovalados
en la fogata estallan al aire en ligeras pavesas que
mi piel resiste.
Las ramas se abaten disipando trazos, formas sutiles en la fogarada que inflama con
ímpetu la corriente.
Bocanadas de bochorno nublan mi rostro y me abruman.
Y acrecienta con nitidez la respiración en mi pecho
como si entreviera un limpio rostro surgiendo
bajo el mediodía,
la pureza de un fulgor que me socava y aturde.
Gajos y cáscaras plomas marchitan en la hoguera, las
rocas las sostienen
y alumbran cual si pudieran soportarlo todo con sus
cuerpos.
En boquerones de ceniza brillan diminutos puntos
esquivos,
un poco de escombro que reuní en la tierra. Sombríos
soplos, hojas mareadas,
alteran mi cuerpo en una ráfaga de calor que me ciega
e impulsa a perderme.
Temo persistir así a tu lado, avergonzado del
desengaño constante
y solo basta un poco de aliento tuyo que me roza y
descubre, inmerecido.
Fuego impalpable que asciende a mi lado y me
absorbe.
Cuán limpio e intacto el cielo discurre libre de
aprensiones.
Fatigado lo observo deseando abandonarme. Ampliadas
por el viento
fumaradas silenciosas se apartan en lentas ondas que
la crueldad dispersa.
La tierra es oscura. El mismo vacío que produce
entregarse a un cuerpo que no se ama
y observa distante, me habita; cual si en su sombra
acumulara mis temores.
La hoguera se proyecta en la arena en densas
exhalaciones que apenas resisten
el temblor del viento, derrotadas por el Sol se
estremecen en alas invisibles
y la mañana profunda se dilata inmensa sobre mi rostro
franqueado por el fuego.
Solo fugaces manchas varían en el aire oscurecido de
calor y algo he perdido.
De la sección “Movimiento”
de Recóndita armonía. Lima: Editorial
Colmillo Blanco, 2011.
Carlos Morales Falcón (Lima, 1980). Estudió el
Doctorado en Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos y es candidato a Magíster en la misma casa de estudios. Se
licenció en Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal con la
tesis Poesía e historia: el
resentimiento poético peruano (1964-1981). Parte de este trabajo obtuvo una
Mención Honrosa en el concurso de ensayos de la Pontificia Universidad Católica
del Perú en el 2009. Es investigador asociado del Instituto Raúl Porras
Barrenechea de la UNMSM y colaborador de la revista Libros & Artes de la Biblioteca Nacional del Perú. Escribe en
el blog Pescador de luz. Su primer
libro es Recóndita armonía (2011).
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